¿Otra
revolución verde? (1/2)
Datos
que incomodan
Todos
los movimientos ecologistas, hartos de tanta contaminación, enfermedad
y calentamiento, han luchado con gran entrega a favor de la transición
energética para dejar enterrado, nunca mejor dicho, el uso y
abuso de recursos fósiles como el petróleo, el gas o el
carbón. Ha sido gracias a estos esfuerzos, y a los evidentes
y preocupantes desórdenes climáticos que ya padecemos,
que se ha conseguido que, prácticamente, todas las administraciones
favorezcan ahora aceleradamente el despliegue de las energías
renovables –sobre todo, la eólica y la solar– como
alternativa al modelo actual. Mi tesis, fácilmente errónea,
me hace pensar que de nuevo nos equivocamos. Digo de nuevo porque no
hace tanto llegó otra “revolución verde” para
salvar el destino del medio rural y la agricultura, y no auxilió
ni una cosa ni la otra. Detecto ahora, con preocupación, demasiados
parecidos.
En
aquellos años sesenta dijeron que se tenían que producir
más alimentos, que se debía ganar en eficiencia y productividad.
Y para cumplir con este deseo, tanto en la agricultura como en la ganadería
se introdujeron una serie de tecnologías que lo harían
posible. Las semillas híbridas, las semillas transgénicas,
los fertilizantes sintéticos, productos químicos como
los herbicidas, las hormonas de crecimiento, etc., fueron las varitas
mágicas de esta revolución agrícola. Pero no dijeron
que, con la introducción de estas ‘mejoras’, el mágico
proceso de producir alimentos solo a partir de la energía del
Sol y los abonos de la ganadería, acabaría convirtiéndose
en un despilfarro de energía y que para producir una caloría
gastaríamos diez. Ni que este enfoque cuasi militar de tratar
a la tierra la dejaría extenuada. Ni que buena parte de todos
estos suministros ‘absolutamente necesarios para modernizar la
agricultura’ vendrían con la patente de una multinacional
en el tuétano y que se tenían que adquirir fuera de tu
finca, comprar fuera de tu comarca, fuera de tu país, fuera de
tu continente. Nadie explicó entonces que muchos de estos recursos,
como el petróleo o los fertilizantes sintéticos, son finitos.
Hace
años que las tierras no se venden en función de su valor
agrario, las compran más caras las grandes empresas porcinas
para poder desprenderse en ellas de sus excesos de purines.
Por
eso me pregunto, ¿a qué llamamos energías sostenibles,
renovables o limpias? Si nos referimos a la solar o a la eólica
deberíamos corregir la terminología porque si bien es
cierto que el recurso es renovable –aunque te puedan hacer pagar
por él o acabe cotizando en bolsa como los granos básicos
o el agua–, la tecnología actual (subrayo, la tecnología
actual) de paneles solares o turbinas eólicas no lo es. Depende
de materiales minerales que son finitos. Algunos con existencias poco
abundantes o críticas como el litio o el cobalto y otros muy
escasos, por algo los bautizaron como “tierras raras”. En
el caso de los molinos, leo que una turbina
eólica contiene más de 300 kilos de neodimio, prometio
y disprosio, elementos que son parte de esta exótica familia
mineral. Y en una placa solar, leo que ‘solo’ el 5% de toda
su composición usa estas tierras raras, pero el ejercicio matemático
de multiplicar este pequeño porcentaje por la inmensa cifra de
placas que se producen también da como resultado una cantidad
altísima.
Incluso
en casos de materiales más comunes, como el cobre, el uso creciente
ligado a estas tecnologías lo convierte en un recurso fácilmente
agotable. Como apunta la consultora Wood
Mackenzie,“se necesitará un promedio anual de 450 mil
toneladas hasta final de 2021 y de 600 mil toneladas por año
entre el 2022 y el 2028, aunque para entonces varias minas ya habrán
cerrado por agotamiento, generando un encarecimiento del precio de este
mineral”. Otros estudios
como el The
limits of transport decarbonization under the current growth paradigm
afirman que solo el uso de cobre en la electrificación de coches
agotaría las reservas de este mineral en el 2050. Es decir, sin
temor a equivocarnos, podemos anticipar la brutal aceleración
minera que le espera a la Pachamama a cuenta de la sostenibilidad. El
periodista francés Guillaume Pitron en su libro La guerra de
los metales raros explica que “en el curso de los próximos
treinta años, deberemos extraer más minerales metalíferos
de los que la humanidad ha extraído en 70.000 años”.
En
tiempos del boom de las renovables, quienes marcan el precio de la tierra,
diez veces mayor que su valor agrario, son inversores que la adquieren
para huertos solares o parques eólicos
Otra de las
características que se repite en ambas revoluciones es cómo
las dos se imponen por la fuerza a costa de usurpar la soberanía
rural. La Política Agraria Común que implementó,
y aún la empuja la revolución verde, lo hizo y lo hace
desde los despachos de Bruselas obedeciendo a los lobbies de las multinacionales
que son finalmente las grandes beneficiadas. Ahora solo debemos sustituir
Monsanto por Glencore o Bayer por Iberdrola para entender quienes son
los verdaderos beneficiados de los nuevos ‘monocultivos energéticos’.
Más aún, igual que ocurre en las Bolsas de Chicago o Nueva
York, donde empresas como Cargill o fondos de inversión de Goldman
Sachs venden cosechas imaginarias de granos básicos para especular
en cada contrato, los permisos para parques eólicos o solares
también se subastan
alegremente entre empresas, como ACS, Forestalia, y fondos de inversión
que, muchas veces, ni tan siquiera desarrollarán ningún
megawatio.
En manos
del libre mercado, la especulación que sufre el precio de la
tierra campesina es otro ejemplo de todo este despropósito industrializador
impulsado por la revolución verde. Ya hace años que las
tierras no se venden en función de su valor agrario, las compran
más caras las grandes empresas porcinas para poder desprenderse
en ellas de sus excesos de purines. Ahora, en tiempos del boom de las
energías renovables, se repite el mismo patrón y quienes
marcan el precio de la tierra, diez veces más cara que su valor
agrario, son inversionistas que la adquieren para huertos solares o
parques eólicos.
Como me comentaba
estos días mi amigo Adrià, payes agroecológico
en la comarca de l’Anoia (Barcelona), por su finca ya han pasado
unos señores de negro para alquilarle “por cincuenta años
y por mucho dinero las hectáreas de tierra llana y orientadas
al sur, las mejores para los parques solares”, le dijeron.
Y moviendo
negativamente su cabeza de un lado a otro, Adrià les contesto,
“las mejores para la huerta”.
Gustavo
Duch
Revista CTXT,
enero 2021