Nicaragua
Los muertos no son números
y datos estadísticos. Wilfredo y José Luis, dos entre
todos
12 de abril de 2006
...tan alta es su
dignidad
en la búsqueda
del tiempo,
en que florezca la
tierra
por los que han ido
cayendo,
en que venga la alegría
a lavar el sufrimiento...
(de “Sombrero
Azul” de Alí Primera)
Acababa de terminar la marcha de
los bananeros afectados por el Nemagón en Chinandega. Era una
marcha para celebrar el regreso de miles de personas a sus hogares,
después de más de ocho meses acampados en Managua y la
firma de los Acuerdos con el gobierno y la Asamblea Nacional.
Wilfredo Martínez, “Will”
por los compañeros y compañeras de tantos años
de lucha, se había montado en la camioneta que nos conducía
de regreso a la capital.
Como siempre, había presenciado
la marcha en su calidad de líder de uno de los tantos grupos
de afectados por los agrotóxicos diseminados en el territorio
nicaragüense.
No estaba bien. Demacrado, pálido
y más flaco de lo acostumbrado, había seguido con su actividad
minuciosa, como hormiguita obrera y con su gran tenacidad.
Fue cañero y quedó
afectado por el uso de plaguicidas. Además apoyó y se
entregó en cuerpo y alma a la lucha de los bananeros afectados
por el Nemagón
Junto a Coquito era responsable
de mantener los contactos con los diputados al interior de la Asamblea
Nacional, para que avanzaran con el proceso de apoyo a los afectados.
No lo conocía muy bien,
pero recuerdo las interminables horas pasadas juntos en la Asamblea
Nacional, yo cubriendo las noticias y él corriendo por todos
lados para que a los bananeros se les diera el permiso de entrar a la
Asamblea, para conocer los avances de las demandas presentadas meses
antes, para saber si por fin habían discutido las resoluciones
en Comisión. De repente desaparecía en alguna oficina,
y volvía a aparecer, enojado porque no lo habían atendido
o porque nadie pudo darle una respuesta. Todo el mundo lo conocía.
Recuerdo su manera de hablar clara
y sin miedo a nada y a nadie. Siempre era el primero en saludarte, en
ofrecerte su mano y preguntarte cómo seguía todo, enfatizando
los adelantos de la lucha.
Siempre a la cabeza de las marchas,
hablaba de esta lucha que, tarde o temprano, se iba a ganar. No tenía
dudas, a pesar de las enfermedades que lo afectaban severamente y, tengo
la certeza, contra las que luchó hasta sus últimos días.
Hacía ya un par de meses
que no lo veía. Cuando supe que había fallecido a sus
42 años como consecuencia de una serie de complicaciones que
le habían afectado los riñones, me quedó la amargura
de no haber podido despedirme de él.
Comencé a pensar, a recordar
y a buscar alguna foto suya. Al final encontré una, la más
significativa, encabezando la entrada en Managua de la "Marcha
sin Retorno".
Es bueno recordarlo así,
a la cabeza, marchando con la mirada en alto, abriendo brecha para las
futuras generaciones.
Con José Luis Suárez
hablé en su casa en Chichigalpa. Los compañeros y compañeras
de la Asociación Nicaragüense de Afectados por la Insuficiencia
Renal Crónica (Anairc) me habían invitado para que escribiera
un reportaje sobre la dramática situación de los cañeros.
La Unión Internacional de
Trabajadores de la Alimentación (UITA) se mostró interesada
en el proyecto y pasé dos días con ellos escuchando sus
experiencias, mirándonos a los ojos, recogiendo cada detalle
de estas dolorosas historias y cada partícula del orgullo que
emanaban sus palabras.
José Luis estaba tendido
en un catre en el patio de su casa. Tenía 59 años, de
los cuales 38 pasados trabajando como jornalero en los cañaverales
del Ingenio San Antonio.
Me tomó la mano con sus dedos
curtidos por el sol y el trabajo, y me saludó con pocas y débiles
palabras. Tenía ganas de hablar, a pesar de su dificultad para
respirar y pronunciar las palabras.
Quería denunciar al mundo
entero no sólo lo que le había pasado a él, sino
a los miles de compañeros y compañeras que se habían
enfermado con los pesticidas.
Nombró de memoria los 33
lugares del Ingenio San Antonio donde se encontraban las aguas contaminadas.
Recuerdo que a pesar de su extrema
debilidad, se levantó con mucha dificultad y quiso acompañarme
hasta los cañaverales para que viera el foco de contaminación,
las aguas putrefactas con que riegan la caña, y para que constatara
la proximidad entre las casas y los cañaverales sobre los que
esparcen el pesticida desde avionetas.
Se reía cada vez que el carro
saltaba en las piedras del camino que rodea los cañaverales,
y a cada imprecación que no podía detener.
Quiso que nos detuviéramos
en la clínica del Ingenio para que viera la ridícula atención
que se les brinda a los afectados de IRC.
Hace siete años le habían
diagnosticado Insuficiencia Renal Crónica, y falleció
apenas dos meses después de la entrevista.
Sus palabras y todo su cuerpo eran
una denuncia.
“Los dueños de la
empresa han traído la muerte a este lugar y a sus habitantes.
Desde hace tres meses estoy en esta cama y no puedo levantarme. Tengo
14 de creatinina y me siento como uno de los héroes y mártires
que han aguantado hasta el final esta enfermedad.
Cuando en 1999 me presenté
para trabajar en la zafra me sacaron sangre y resulté enfermo
de IRC. Me rechazaron y me tiraron a la calle a morir.
Me dieron una pensión de
1.500 córdobas mensuales (85 dólares) que no me alcanza
ni para una semana.
La vida es sagrada y vale mucho,
y nosotros, que fuimos trabajadores, necesitamos que se denuncie todo
esto a nivel mundial, porque fue criminal tirar todos estos pesticidas
y contaminar el agua de esta manera.
Aquí no sólo los trabajadores
fueron afectados, sino todo el pueblo, pero como esos señores
son ricos y poderosos gozan del apoyo del gobierno y de los políticos,
y también de los medios de comunicación los encubren”.
Después de haber escrito
todas estas palabras me pregunté por qué siento esta necesidad
de compartir todo esto con quien me lee. No hay nada de retórica.
No hay nada sensacionalista.
A Wilfredo y José Luis los
tuve cerca y pude compartir con ellos, como con muchos otros, el sentimiento
de desesperación de una enfermedad terminal y, al mismo tiempo,
la capacidad de mirar más allá de la cotidianidad y de
ver un horizonte de justicia que, lo sabían perfectamente, no
llegarían a saborear.
Son dos víctimas más
de la vergüenza que ha inundado a este país, y de la lógica
inhumana que sostiene la explotación de obreros y campesinos.
Ellos, como todas las otras víctimas,
no son números con los cuales jugar fríamente como en
los noticieros cuando se habla de los muertos sin rostro y sin edad.
Detrás de estos números hay vidas, relaciones, amistades,
luchas, legados, deseos y desesperaciones que no se pueden borrar sino,
antes bien, hay que valorizar.
Cada vida que se apaga, como la
de los miles de afectados por agrotóxicos en Nicaragua y en el
mundo, tiene nombre y apellido y nos compromete más para que
esos nombres, estos rostros, estos conjuntos de emociones, no sean olvidados,
sino que sean un estímulo para seguir adelante en la búsqueda
de justicia para el pasado y de nuevos caminos para el futuro.
En Managua, Giorgio Trucchi ©
Rel-Uita - 12 de abril de
2006