Maestro
rural: otra especie a exterminar
Ser
maestro rural no es una casualidad, o uno no tenía otra. Creo
que si retrocediera en el tiempo para remendar los males hechos o
los que no quise hacer, inmediatamente volvería ser maestra
rural. Mis primeros recuerdos siempre los asocio con imágenes
de una mujer muy joven. Entonces me veo sola en la ruta, con frío
o demasiado calor tratando de llegar a mi escuela. No hay soledad
más profunda que la del campo. Comienzas a mimetizarte, haces
propios los ruidos, olores y es ahí en que aparece el cura
penas: el paisaje. Entonces era feliz mirando el campo, ese que hoy
ya no es, aquel donde los trigales se perdían en el horizonte.
Eran mares verdes meciéndose al ritmo de tu pensamiento, luego
dorado anunciando que queda poco de tu estadía por allí.
Siempre pensaba por qué hay tan pocos alambrados y qué
hacían esos ranchos lejos de la nada con esos niños
y sus gentes. Definitivamente son necesarios para ellos, los que jamás
están conformes con lo que amasan y que no cuentan penas, cuentan
dinero.
En 1994, un traslado me lleva a la que hoy todavía
es mi escuela. Más lejos de lo que pensaba. Y apareció
el progreso, viviendas, luz y un sinfín de artificios que bien
saben imitar a la felicidad. Llegaba a “tiraje”, así
que a las 6 de la mañana esperaba pacientemente que pasara
algún vehículo para acortar camino. A los 7 km antes
de llegar podías mirar muy lejos, nada te lo impedía
hasta que aparecieron las plantaciones de eucaliptos y no me preocupaban
esos arbolitos porque cuando estén prontos yo no estaría
por ahí. Los vi crecer, rodearme y también cortar y
volver a crecer. Cuando nace mi segunda hija inconscientemente arrastré
a mi familia conmigo. Me parecía que tenía que compartir
esa experiencia de la vida de campo, “sana” y que sólo
era vivir de acuerdo a las buenas leyes de la vida. Que tampoco sé
quien las hizo y por qué la llevamos a cabo y tratamos de inculcar
a nuestros hijos como una religión. Y nos volvimos un bichito
un poquito más inteligentes, porque yo era la maestra y enseñaba.
Los que alguna vez caminaron por dentro de una plantación
de eucaliptus saben que la primera sensación es la de andar
por dentro de un cementerio frío y callado, no importa la estación.
Vas pisando las cáscaras de los troncos porque allí
no crece el pasto y tampoco hay pájaros que canten. Y entonces
hay que buscar la naturaleza y soy feliz viéndome andar por
los montes ribereños, bordear una laguna por entre la maraña,
los mil cantos y ruidos. La libertad de cruzar alambrados con mi panza
de 4 meses de embarazo. Fui feliz. Tantos recuerdos que me alejan
del objetivo de lo que escribo.
Atardecía, estaba con mis hijas y mis suegros
mirando como el patio se llenaba de cardenales hasta parecer sangrar,
previamente tiramos migas. Llegamos a contar 50 y eran nuestros todas
las tardes. Mi esposo estaba en la cuidad, a 110km, trabajando en
su oficio, así que me llevé a mis suegros para que me
acompañaran. Ella, hacía tareas de cocina y limpieza
y muchas veces sin cobrar en casi todo el año un sueldo que
ofendía la razón. Y él; quiero así recordarlo,
de sangre rusa, atlético, fuerte, voluntarioso, hermoso y terriblemente
inteligente con su paciencia de gringo hizo aparecer bajo sus manos,
flores, verduras frescas y toda la escuela olió a comida de
las que solo saben cocinar las madres, con pulcritud y calma.
Un buen día escuche por primera vez el cuento
de la “buena soja”. Apareció una camioneta, muy
linda por cierto, de esas que ahora ya no son tan modernas pero que
sonaba tan pudiente eso de “4x4”.
Bajó un señor y arrastró penosamente
una gran bolsa. Preguntó por la maestra, se presentó
y generosamente oficializó su donación de soja. ¿Para
qué?, me pregunté. ¿Para comer, alimentar a mis
niños? A lo que respetuosamente respondí que creía
que ese tipo de granos eran para los animales o para fabricar aceite.
Me miró con tanta pena, el medio me absorbió, era una
ignorante más. Todo tiene solución, venía con
un manual de instrucciones como preparar esa fuente de proteínas.
Se fue, nos miramos y dijimos veremos. Mi suegro
leyó atentamente el recetario porque la comida no puede tirarse.
Un domingo pusimos manos a la obra, preparamos meticulosamente unas
pocas milanesas de soja con el fin de probarlas primero y luego incorporarla
a la dieta del comedor. Eran desagradables, tenía todo lo que
el recetario decía y no nos gustó. Quizás precisaba
más condimentos sentenció él, pero en realidad
no gustaba nada.
También preparamos mayonesa y la dejamos prolijamente
almacenada en la heladera. Y bueno, nos decidimos a hacer para los
niños. Se dejó en remojo una cantidad considerable de
la misma. Era jueves y surge un imprevisto que nos saca rápidamente
de la escuela para viajar a nuestra ciudad. Regresamos el lunes y
asqueados vimos que en donde se remojaban flotaba una espuma blanca,
olorosa, fermentada, inmunda. En la heladera el frasco de mayonesa
hecho con la misma había reventado. Así que sin discutirlo,
arrastramos la bolsa hacia un lugar alejado dentro del predio. Y bueno,
pensaba, al menos van a comer los pájaros. Ya me imaginaba
el bullicio alrededor del banquete ofrecido. Nunca vimos un pájaro
alimentarse. ¿Será casualidad?
También nos lo arrebató la muerte en
ese lugar. Mi suegro sufría de Parkinson, pero su voluntad
y su disciplina hacían que fuera llevándolo con dignidad.
El falleció un 14 de abril de 2007. El día anterior
pasó preparándome los canteros, y ese mismo día
apareció la avioneta fumigadora, en los cultivo de soja que
lentamente fueron apareciendo año tras año alrededor
de la escuela. Cuenta mi suegra, pasó todo el día bañando
todo. Él no quiso entrar a protegerse porque el lunes iba a
estar muy contenta con mis niños sembrando. A la noche cayó
fulminado. El acta forense dijo que fue un infarto masivo. Esa noche,
fue muy triste, mis hijas dormían en un cuarto y en el otro
acompañábamos con mi suegra y mi esposo su cuerpo a
la espera de que vinieran a buscarlo para llevarlo a nuestra ciudad.
Y empezó a extenderse el cultivo de soja transgénica,
que me produce un fuerte rechazo pues sólo él prospera
y mata cuanto ser vivo lo rodea.
Y junto a la llegada de la soja casualmente comenzaron
a suscitarse problemas de salud en mis alumnos, gentes de la zona
y en nosotros mismos. Vi nacer niños con problemas de aprendizajes,
malformaciones y la gran mayoría hasta hoy con dificultades
respiratorias.
Hasta yo ignoraba que andaba un asesino oculto entre
el campo. Sin sospecharlo, quienes vivimos la vida y tratamos de honrarla
pensamos que quienes se acercan aunque su estatus económico
sea incapaz de ser contado por nosotros, tenían el mismo sentimiento
de amor y respeto por la tierra. Comenzaron las fumigaciones aéreas
y terrestres. A veces comentábamos que nos mojaba cuando nos
tomaba desprevenidos, otras corríamos a juntar la ropa de las
cuerdas porque quedaban con un desagradable olor. Y cuando menos lo
pensamos, ya no existía la huerta escolar, era imposible, sembrábamos
y la fumigación se encargaba de destruir todo. Y me valió
más de una vez un tirón de orejas de algún que
otro inspector. Todo era nuevo y desconocido.
Hasta que sucedió un día del año
2010, las clases estaban funcionando. Se acerca un padre preocupado
y me avisa que el viento trae hacia las puertas de los salones el
producto que el “mosquito” aplicaba. Llamo al policía
de la zona y pido que haga que se retire. Me comunico a inspección,
no estaba mi inspectora pues su salud estaba mala, pude comunicarme
con la maestra del departamento de los Centros de Apoyo Pedagógico
Didáctico para Escuelas Rurales (CAPDER), de ese entonces,
Valeria Retamosa y fue ahí que me contacté con Red de
Acción en Plaguicidas y sus Alternativas para América
Latina (RAPAL) – Uruguay. Al día siguiente ya estaba
una de sus representantes en la escuela. Informó a padres,
maestros y niños a lo que estábamos expuestos. Realmente
me sentí horrorizada y tomamos todas las precauciones posibles.
Hoy no hay pájaros, los animales silvestres
deambulan enfermos y envenenados por el patio. Mis gatos, así
los llamaba, eran de todos y de nadie, los vi sufrir terribles convulsiones,
arrastrase con las patas delanteras por estar inmovilizados, gemir
al no poder maullar. Ellos dormían en la soja y buscaban alimento
y agua fresca en nosotros. De la última camada parida hoy tengo
en mi casa a Rita, que por ser hembra y ciega de un ojo nadie la iba
a adoptar.
Entonces llego al hoy, al 8 de abril de 2013. Habíamos
llegado muy temprano junto a la maestra ayudante y la auxiliar. Preparábamos
las actividades y de pronto nos sorprende el ruido de una maquinaria,
miramos y vimos que se acercaba con sus alas abiertas vertiendo finos
chorros de un líquido que no era precisamente agua. Se acercó
aproximadamente a 8 metros del local.
Instintivamente miro el reloj de pared y sé
que mis niños ya vienen. Salimos, pretendo sacarle una foto
parada en el alambrado. Regreso y llamo al funcionario policial quien
en forma inmediata va a detenerlo, pero le da el tiempo a hacer un
segundo pasaje. Se me pregunta si voy a hacer la denuncia escrita
y la hago.
Declaran también las antes mencionadas. Se
eleva al Juzgado de Paz de Pueblo Palmar y atiende la misma el Juez
Bosco. Hago varios intentos de comunicarme con Inspección de
Escuelas y por el horario y también por estar los inspectores
de gira no logro comunicarme, hago lo propio con la maestra CAPDER,
con el mismo resultado, la inspectora de guardia está ocupada,
quedo en llamar en un rato. Mis alumnos y el trabajo me demandan así
que me olvido totalmente de la situación.
A partir de ese día comienzo a sentir un
agotamiento intenso y diferente al que sentimos quienes cumplimos
jornadas muy intensas. Las jaquecas y el malestar estomacal empiezan
a darse a diario. Los maestros rurales nos acostumbramos a trabajar
con diferentes dolores y no consulté a un médico. Los
días comenzaron a transcurrir entre la confusión y el
agotamiento, no podía imaginar que comenzaba lo que fue y es
una historia de horror.
Recuerdo que mi colega, una mujer inteligente y con
mucho conocimiento, ya que había sido Inspectora Departamental
y hoy me acompaña con el afán de ayudar en lo que se
refiere a nuestra labor docente, se notaba preocupada. Casi a diario
me preguntaba que me estaba pasado físicamente, veía
que iba decayendo día a día. Hasta ese 2 de mayo en
que regreso a mi hogar. Había almorzado muy liviano pero mi
estómago me dolía mucho, tenía nauseas y el cansancio
era más aún. Al atardecer sentí los primeros
escalofríos. No cené y me acosté, comenzó
a aparecer la fiebre. Tomé un analgésico y puse la alarma
para ir a trabajar al día siguiente.
En la madrugada, me despertó un fuerte dolor
en el tórax que iba desde la espalda hasta debajo del seno
del lado izquierdo. No podía explicarle bien a mi esposo si
era producido por mi supuesto malestar estomacal o era una gripe de
estación. Empecé a tener dificultades respiratorias,
así que concurrí a Emergencias del Hospital de Fray
Bentos, lugar donde vivo. Inmediatamente fui atendida. Se me hizo
una placa y apareció una parte importante del pulmón
izquierdo manchada, diagnosticaron una congestión. Midieron
la saturación de oxígeno en mi sangre e inmediatamente
colocaron oxígeno y dieron disparos con broncodilatadores.
Siguió luego una tomografía, los ganglios todos estaban
inflamados. Continuaron con otros estudios y paso a sala. Fui atendida
en forma excelente por la Dra Ivette Laucroix quien no dejó
de preocuparse por mi salud, inclusive aparecía por las noches
a realizar los controles, temía que la baja oxigenación
de la sangre me hiciera perder la conciencia, cosa con la que luché
durante mi internación. Ella nos comunicó que era una
neumonía agravada por un neumococo. El lunes al verme otra
vez pudo darse cuenta de que estaba mal, ordenó otra tomografía
y gasometría. Los resultados fueron los peores, el pulmón
izquierdo totalmente tomado y gran parte del derecho, ya era bilateral.
También había tocado el hígado.
Comienza la coordinación para el traslado a un Centro de Tratamiento
Intensivo (CTI). La gravedad hizo que pudiera ser derivada a Mercedes.
No hubo tiempo para lágrimas, sólo una profunda tristeza
al saber que quizás no volviera a estar con los míos.
A esta doctora le debo la vida, su amor a la profesión y la
seguridad de quien sabe lo que está haciendo me salvaron, un
día más sin otro tipo de atención era el final
para mí. La distancia es corta, pero el viaje fue muy complicado,
ya casi no podía respirar. Ingreso y el pánico se apodera
de mí. Me quitan las ropas, colocan en mi cuerpo los cables
de monitoreo, pido ir al baño, tampoco hay baño, me
siento indefensa, no puedo entender lo que me está pasando.
Rostros amables y cálidos me reciben, me explican que van a
colocarme una máscara de oxígeno llamada Bipap, la misma
ingresa oxígeno comprimido a mis pulmones, debo resistirla
porque si no me entuban y puede ocurrir una sobre infección.
El aire me ahoga, no puedo, el Dr. Alejandro Crossi me pide que sople
y que yo pueda controlarla.
Los dos días conectada no me permiten alimentarme,
tampoco dormir pues la inconsciencia del sueño me sobresalta
ahogada. Las venas comienzan a reventarse, los antibióticos
me producen una diarrea por la que debo usar pañales. Todo
parece mejorar y la retiran. La bacteria vuelve atacar con más
agresividad y ya los pronósticos para mi familia es el de esperar
lo peor. Los veo pasar, tristes, quizás despidiéndose.
Sólo mi esposo sabe que la voy a pelear, me cuenta cosas de
mis hijas y yo espero el beso que me daba a escondidas todas las noches.
Vuelvo a la Bipap, gracias a la Doctora Fregossi. Me interroga, no
fumo, no había tenido tos, catarro, fiebre, fui deportista,
no hay síntomas previos. Me explica que no puede aparecer de
la nada, no existe la mala suerte o las casualidades, sino las causalidades.
Al saber que soy maestra rural pregunta si estuve expuesta a alguna
agresión del medio y con pánico le cuento que había
sido fumigada.
Esa fue mi peor noche. Sentía de a ratos
que se cortaba el aire, pero eran mis pulmones que no funcionaban.
Soplaba fuerte hasta que nuevamente sentía el chorro de oxígeno
ingresar. Todo era muy doloroso. Las alarmas sonaban continuamente
avisando que todo empeoraba. Pensaba en mi familia y me angustiaba,
en mis hermanos, en mi madre ya anciana, en mis amigos. Por un momento
sentí que perdía la conciencia y pensé en dejarme
llevar para terminar todo. De pronto por primera vez pensé
en mí, no podía terminar allí, como un insecto
fumigado. Aún tengo mucho para dar y por hacer. No quería
seguir imaginando a mi niña de 10 años ya adulta y la
otra de 18 ya señora y profesional, iba a vivir para verlas.
Aún tenía que ser feliz porque junto
a mi esposo, estamos construyendo la vida con dignidad, era imposible
que todo quedara ahí. Volvería ver amanecer, el reflejo
del sol en el techo me avisó que lo estaba logrando, sentí
el cambio de turno, eran las 6, las alarmas comenzaron a espaciar
su sonido y de a poco comenzó la calma. Esa noche estaba muriendo
y no fue la suerte que me salvó. Tiene varios nombres de gentes,
ojalá algún día aprendamos que en vez de tirar
cohetes por un partido de fútbol, todos nos uniéramos
para brindarles un aplauso cada vez que salvan una vida.
Una noche en la que estaba conectada, se acerca una
joven enfermera, sonriente, la máscara cubre mi cara, descubro
que es mi pequeña alumna de hace 23 o más años
de una escuelita rural. Me ayuda para que orine, lava mis genitales,
los seca con cuidado, pone talco, cura mis nalgas lastimadas. La emoción
me invade, pienso que ella se salvó, en aquellos años
no sabíamos de mosquitos ni de aviones fumigadores.
Me siento ínfima, acomoda mis sábanas,
pregunta si estoy cómoda y pide que me quede tranquila que
vendrá muy seguido a ver como sigo. Luego cuando me retiran
la máscara, en la penumbra de la noche, va a hacer su rutina
y me reconoce. Su asombro es muy grande y su piedad infinita. Esa
noche no dormí pensando cuando escucho decir a muchas autoridades
que los niños son nuestro futuro, que hay que cuidar a la infancia
y hoy cuando según ellos el país avanza, hablan de nosotros
en el mundo, se olvidan de ellos.
En especial de los niños rurales, no los cuidan.
Exportamos soja o celulosa (los finlandeses, no nosotros), dicen que
vendrá una minería de cielo abierto, pero el costo humano
y de la naturaleza es muy grande. Ya no nos orgullecemos de ser un
país natural. Somos un país de viejos que exponen a
sus niños por el dinero.
Mi día de la madre lo pasé allí,
sé que mis hijas se durmieron juntas, abrazadas y llorando
porque no estaba.
Habían pasado ya 10 días. Volvía
a mi ciudad, a Fray Bentos, pasé la misma cantidad de días
en sala, siempre asistida por oxígeno. Hasta que me dieron
el alta. No tenía fuerzas en mis piernas, me agitaba al caminar
y al bañarme. Fueron tres largos meses, con ahogos, miedos,
angustia. Otra tomografía avisa que aún los ganglios
siguen inflamados, hacen una biopsia. Otro largo mes de incertidumbre
y preocupación, hasta que al fin el resultado avisa que no
hay cáncer. En setiembre en una consulta a mi Doctora, le comento
que me duele la mama derecha y que son fibroquísticas, palpa
toma el teléfono y se comunica con el cirujano.
El último eco decía que un quiste medía
1 cm. La mamografía y eco urgente revelan que se disparó
su crecimiento, estaba en 3 centímetros. En tres días
ya estoy operada, analizado el quiste por el patólogo, benigno.
Otra vez a rearmar todo a seguir cuidándome,
hasta que hace unas semanas atrás recibo la visita del Ingeniero
Agrónomo Santiago Ríos Cantti, único inspector
para cuatro departamentos del Ministerio de Ganadería, Agricultura
y Pesca (¡y tanta gente que llena oficinas inútilmente!).
Se labra un acta, confirma que se violó la distancia establecida.
La empresa será multada por una falta grave,
bueno pensé, se terminaron las fumigaciones, terminó
todo para mí. No es así, si quieren pueden volver a
hacerlo, será muy grave y pueden hacerlo otra vez y se les
inhabilitan. Eso me anima a hacerlo público y a iniciar demanda,
hoy estoy luchado contra la depresión pero no estoy sola.
Pienso en todo lo que perdí como docente,
un año sin calificar, baja de mi actividad computada, un curso
que comenzaba de Ciencias Naturales, otro de PAM (plataforma adaptativa
de matemáticas). Me cuesta entrar al blog de Primaria, hay
tantas cosas nuevas que no hice y no sé.
La placa de tórax está “sucia”,
sigo con disnea, se me cae mucho el pelo, uso inhaladores, tengo bruscos
cambios de humor, lloro por todo y peleo por nada. Espero un turno
para que en el Hospital de Clínicas "Dr. Manuel Quintela"
de Montevideo evalúen si hay secuelas transitorias o permanentes.
Tengo miedo de volver a enfermarme. Me aterra la idea de volver a
la escuela. Amo ese lugar al que le di 20 años de mi vida,
pero siento que debo dar vuelta esa página. Hoy aspiro a ocupar
un cargo de maestro, bajar de categoría y alejarme para tratar
de asimilar esta triste historia.
No pude salir a contarlo antes pues estaba muy sensible
y concentrada en recuperarme. Hoy me siento con fuerzas para poder
hacerlo, necesito saber que todo lo que pasé no haya sido en
vano. Decirles a mis colegas y a los que habitan la campaña
que no teman y se cuiden mucho, los efectos de los agrotóxicos
son acumulables y progresivos. La justicia es el arma de los desamparados.
Lenta, pero muy eficaz.
Colaboración de Nancy Martínez, directora efectiva de
Escuela N° 26 “El Tala” del departamento de Soriano,
para RAPAL Uruguay
Diciembre 2013