La
buena hortelana
Galicia
Hoxe, 16 de junio de 2010. Gustavo Duch
Para Rosa, en Quesada
La
cabaña de la abuela olía a humo y cabía de un
vistazo: una mecedora frente a la chimenea, una mesa con dos taburetes
bajo la ventana y al frente, una pila de mármol y una despensa
que atesoraba sus reservas de pasta de tomate, medio queso de cabra
y otros muchos frascos, sin etiqueta, de conservas caseras. Saliendo
al patio estaba el huerto, un cubierto con gallinas, su reserva de
humus y leña, mucha leña, una cantidad de leña
casi absurda para esa casa tan pequeña. Aún así,
cuando iba de visita en invierno, casi siempre la encontraba en el
bosque, recogiendo más leña. En verano también,
siempre con un hatillo a la espalda, acopiando leña.
-¿Tanto
frío hace? ¿Tanta leña gastas? ¿Quieres
que te traiga más?
-
Hijo, hay que prepararse. Un año puede llover mucho y estaría
mojada, otro puedo estar enferma y –seguro- llegará un
día que mis piernas no querrán subir más al bosque.
Si tengo suficiente leña guardada, siempre podré invitarte
a entrar en una casa calentita… ¿no sería una
pena que llegaras un día de visita y te encontraras a esta
vieja helada dentro de la cama?
Acompañé
a la abuela a dar un paseo, guiados por sus ojitos arrugados que parecen
olfatear la vida. En un cesto iba guardando las lombrices que divisaba
entre la hierba húmeda, mientras me iba contando como convertían
basura en abono. Para mi abuela no había animal más
extraordinario, más imponente ni más hermoso que aquellos
bichos escurridizos, que ni caminar parece que sepan. Para andar hacia
adelante, primero se recogen hacia atrás. -Te ayudan a devolverle
a la tierra lo que le sacas con las cosechas, es de justicia, -decía
echando otra lombriz al cesto.
Al
pasar por el huerto comenté lo limpio y cuidado que estaba.
La abuela le quitó importancia a mis cumplidos. Es mi obligación
cuidarlo, dijo. Esta tierrita ha dado de comer a cuatro generaciones
de esta familia, ahora me llena a mí la despensa y quién
sabe, si es verdad que la gente vuelve a este mundo, quiero que mis
abuelos lo vean como ellos lo dejaron. Me enseñaron a ser una
buena hortelana y no voy a defraudarlos.
Cuando
un rato después bajaba por la carretera pensé, qué
le he devuelto yo a la tierra, qué reservas tengo para el frio,
para el hambre y para mis hijos… un sentimiento enorme de responsabilidad
me recorrió la espalda. Suerte que aun tengo tiempo de aprender
de la abuela.