«La
mayor parte de los recursos naturales en el mundo son consumidos por
menos del 10% de la población mundial»
Entrevista
a Silvia Ribeiro, directora para América Latina del Grupo de
Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración
(Grupo ETC), organización con estatus consultivo ante el Consejo
Económico y Social de las Naciones Unidas. Nacida en Uruguay,
hace más de dos décadas vive en México desde
donde lleva adelante una labor reconocida internacionalmente como
activista social y ambiental. Por Santiago Liaudat, con la colaboración
de Candela Reinares. Publicada en la revista
Ciencia, tecnología y política (CTyP).
CTyP: Usted ha planteado que existe una vinculación
entre el sistema agroalimentario industrial y el surgimiento y expansión
de enfermedades, entre ellas la pandemia de coronavirus. ¿Podría
explicarnos cómo es esta relación?
S.R.: El
sistema alimentario agroindustrial, no el sistema alimentario en general
sino el agroindustrial, tiene un rol clave en la generación
de pandemias, desde varios puntos de vista. Si tomamos datos oficiales
de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 72% de las
causas de muerte de la población mundial son enfermedades no
transmisibles. Y, de ese conjunto, más o menos la mitad están
directamente relacionadas al sistema alimentario agroindustrial. Por
ejemplo, las enfermedades cardiovasculares, que son la causa número
uno de muerte en casi todos los países, están muy vinculadas
al exceso de colesterol, y, por lo tanto, a la forma de alimentación.
Pero, además,
entre las siguientes principales causas de muerte vamos a encontrar
la diabetes, las enfermedades renales, varios tipos de cáncer
asociados al aparato digestivo, como el cáncer de colon o de
estómago. Debemos mencionar también la epidemia mundial
de obesidad, que está en la base de muchas de las enfermedades
mencionadas anteriormente. Ya hace tiempo que, según Naciones
Unidas, hay más obesos que hambrientos. Todo eso está
referido al sistema agroindustrial, a la producción y consumo
de comida ultra procesada, con bajo nivel alimentario y a la apropiación
de la cadena agroindustrial por empresas que se preocupan más
en mantener una “larga vida” de los alimentos en las góndolas,
o el atractivo estético de los productos, antes que en la calidad
alimentaria en sí misma.
Por último,
muchas enfermedades pulmonares se relacionan con la actividad agroindustrial.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación
y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) señala
que, en la población rural, sobre todo entre los trabajadores,
el uso de agrotóxicos es una de las principales causas de enfermedades
respiratorias. Por todo lo dicho, y aunque no se pueda extrapolar
linealmente, afirmamos que parte importante de las enfermedades no
transmisibles están relacionadas al sistema alimentario agroindustrial.
Por otro
lado, tenemos las muertes por enfermedades infecciosas, las transmisibles.
En este momento, como vivimos en una pandemia, a lo mejor se genera
la imagen falsa de que estas enfermedades son la mayor causa de muerte.
Pero representan un 28%. Ahora bien, de ese número, según
la OMS, en la última década, un 75% tienen que ver con
enfermedades zoonóticas. Y dentro de las zoonóticas,
la mayoría son enfermedades relacionadas con la agricultura
y la pecuaria industrial, como la gripe aviar o la gripe porcina.
Incluso
enfermedades derivadas de animales silvestres, como la COVID-19, tienen
una conexión con el sistema alimentario agroindustrial. Por
un lado, debido a que los virus de estos animales entran en contacto
con las “grandes fábricas de pandemia”, que son
las instalaciones de cría de cerdos, pollos y vacas a gran
escala y en hacinamiento extremo. Enormes cantidades de animales,
con sistemas inmunológicos muy debilitados, en las que se están
generando todo el tiempo nuevas cepas de virus, hasta que alguna se
vuelve contagiosa para los seres humanos. Y tienen además un
gran potencial de diseminación internacional, porque son parte
de cadenas globales de producción y comercialización.
Por otro
lado, los microorganismos potencialmente infecciosos para los seres
humanos que viven en los animales silvestres están en equilibrio
en esas poblaciones. Pero la destrucción de ecosistemas rompe
esos equilibrios naturales. ¿Y cuál es el principal
factor de devastación de los ecosistemas? La deforestación
vinculada con la expansión de la frontera agrícola.
Según la FAO, en América Latina entre un 70% y un 80%
de la deforestación se vincula con la expansión de la
frontera agropecuaria, tanto para pasturas como para cultivos. Y,
de estos últimos, casi un 60% se destina a forrajes para animales
en criaderos industriales.
Por todo
esto las epidemias están directamente relacionadas a alguno
de los factores de los sistemas alimentario-agroindustriales. Lo cual
está documentado, entre otros, por Rob Wallace en su libro
Grandes granjas, grandes gripes. Conectar todos estos puntos es lo
que hace que, pese a que la COVID-19 proviene de un murciélago,
el factor principal sigue siendo el sistema alimentario agroindustrial.
CTyP:
¿Cómo analiza la fusión corporativa de empresas
agroalimentarias con compañías de farmacéutica,
química y biotecnología? ¿Cuál es la relación
entre el sistema agroalimentario industrial con el control sobre estas
áreas científicas y tecnológicas?
S.R.: La
industria química, la farmacéutica y la agropecuaria
industrial han estado históricamente entretejidas, a través
de los agroquímicos y productos farmacológicos. En las
últimas décadas, se suma a estas industrias tradicionales
la biotecnología, con las semillas transgénicas y otros
productos. Muchos de los nuevos emprendimientos biotecnológicos
estaban vinculados a la farmacéutica y al agronegocio al mismo
tiempo, o derivan directamente de la farmacéutica. Mientras
que otras pequeñas firmas biotecnológicas, las conocidas
como “empresas startups”, terminaron siendo absorbidas
por las grandes multinacionales. Es decir, estos cuatro sectores,
química, farmacéutica, agroindustria y biotecnología,
son de la misma matriz.
Últimamente
con la compra de Monsanto por parte de Bayer se hizo muy clara esta
relación entre sectores, porque todo el mundo sabe quién
es Bayer y quién es Monsanto. Pero siempre han estado entretejidas,
solo que se juntan o se separan según le conviene al mercado
en el momento. Por ejemplo, hace entre veinte y treinta años
se dio una separación entre las farmacéuticas y las
empresas de semillas transgénicas, porque éstas fueron
muy cuestionadas y resistidas a nivel mundial. Entonces, las farmacéuticas
quisieron cuidarse de esa mala reputación. Por lo que la separación
fue de tipo comercial.
En los
últimos tiempos, en cambio, se vuelven a juntar en el marco
de una ronda de fusiones de las empresas de agronegocios. Voy a dar
un ejemplo que presentamos en un informe del Grupo ETC. En este momento
cuatro empresas transnacionales tienen cerca del setenta por ciento
del mercado global de semillas y agrotóxicos. La primera es
Bayer, una farmacéutica que acaba de comprar a Monsanto. La
segunda es Corteva, que proviene de Dupont y Dow, compañías
que también tienen su rama farmacéutica. Luego viene
Basf, que también está en veterinaria y farmacéutica,
además de semillas y agroquímicos. Finalmente, está
Syngenta, origen directo en la industria farmacéutica, ya que
es una división agrícola que se forma con la fusión
de Novartis y AstraZeneca.
Este ejemplo
del sector de las semillas es muy interesante para graficar los efectos
de la concentración global. Si nos retrotraemos cuarenta años
hacia atrás, existían siete mil empresas semilleras
en el mundo, y ninguna llegaba al 1% del mercado. Por entonces, las
empresas fabricantes de químicos, que a su vez eran farmacéuticas,
empiezan a comprar a las semilleras. Van desapareciendo las empresas
nacionales, que tenían mayormente un origen familiar. ¿Por
qué compraron todas las empresas semilleras? Para crear una
dependencia a sus productos químicos. La expresión máxima
de ello son las semillas transgénicas, que requieren un agroquímico
en particular que lo comercializa la misma empresa que vende la semilla.
Así cierran el círculo.
CTyP:
¿Qué rol tienen los derechos de propiedad intelectual
en la dinámica de estas compañías globales? ¿A
quién beneficia la expansión de la propiedad intelectual
y qué función tiene en el capitalismo globalizado?
S.R.: La
propiedad intelectual es fundamental en el dominio de mercado y en
el proceso de fusiones corporativas. Las grandes empresas farmacéuticas
y biotecnológicas, que eran prácticamente de la misma
matriz, son las que lucharon por imponer sistemas de propiedad intelectual
sobre seres vivos. Presionaron sobre lo que era el Acuerdo General
sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés),
que luego desde 1995 fue la Organización Mundial de Comercio.
Allá por la década de 1980 y principios de la década
de 1990 influyeron en las rondas del GATT para imponer un sistema
de propiedad intelectual que validara que sus semillas estuvieran
patentadas. En términos históricos, este proceso de
privatización es muy reciente. La agricultura tiene miles de
años. Y solo hace unas pocas décadas las semillas comenzaron
a estar registradas con patentes. Antes de eso, hasta principios de
la década de 1980, eran de libre circulación. El número
de semillas bajo registro o patentadas era muy bajo, del orden del
5%.
En este
proceso hay dos hitos fundamentales ocurridos en los Estados Unidos
en el año 1980. En primer lugar, el fallo de la Corte Suprema
de los Estados Unidos en el juicio Diamond v. Chakrabarty. Allí
se permite el patentamiento sobre un microbio transgénico que
se afirmaba era capaz de comer petróleo. Este famoso fallo
sienta el antecedente jurídico para los cambios legislativos
que vinieron después permitiendo patentes sobre seres vivos.
En segundo lugar, la sanción de la Ley Bayh-Dole que permite
el patentamiento de los procesos y productos obtenidos en universidades
y centros de investigación públicos. Hasta entonces
se entendía que si esos estudios estaban financiados con fondos
públicos debían ser bienes públicos. Es un cambio
de concepción muy perverso. Las investigaciones públicas
pasan a tener fines de lucro y dejan de ser abiertas. Lo que afecta,
por supuesto, a la propia producción de conocimiento, que antes
funcionaba mejor que ahora.
Finalmente,
cuando se instaura la propiedad intelectual sobre las semillas se
establecen dos mecanismos. Por una parte, las patentes sobre seres
vivos, respaldadas por el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos
de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) de la
Organización Mundial del Comercio. Por otro lado, los certificados
de obtentor de la Unión de Protección de Obtenciones
Vegetales (UPOV). Se trata de un organismo que ya existía desde
antes, pero en 1991 se sanciona una nueva normativa conocida como
UPOV91 que es mucho más restrictiva que las anteriores. Estos
dos mecanismos de propiedad intelectual tuvieron un impacto muy nocivo
en términos de privatización tanto de los conocimientos
como de las semillas.
En definitiva,
tanto las fusiones corporativas, como la restricción al acceso
a semillas y tecnología a través de la propiedad intelectual,
sirven a las empresas transnacionales para ejercer un control del
mercado.
CTyP:
¿Esto se vincula con la creciente presión sobre científicos,
tecnólogos e instituciones públicas para patentar conocimientos?
S.R.: Efectivamente.
Todo lo dicho se tradujo en una presión sobre investigadores
del ámbito público, que empezaron a ver que la calidad
de su actividad se medía por la cantidad de patentes. ¡Es
una aberración evaluar a los científicos por la cantidad
de patentes! Debemos pensar sistemas de reconocimiento que no impliquen
patentamientos. Además, el sistema de patentes es funcional
a los países del norte global y a las empresas transnacionales.
Los datos de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio
y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés) señalan
que más del 90% de las patentes que se registran en el mundo
son de países del Norte global y más del 75% son de
empresas transnacionales. Está claro que es un sistema que
favorece a estos actores. Además, las patentes ya no se vinculan
directamente con la innovación. Registrar una patente es parte
de las estrategias de las grandes empresas para obturar que otra compañía
investigue lo mismo o impedir que ingrese a un mercado. De hecho,
la mayoría de las patentes nunca se aplican. Por todo esto
desde el Grupo ETC pensamos que todo el sistema de propiedad intelectual
no es un sistema de protección sino de privatización.
Por lo tanto, estamos en contra de todo tipo de propiedad intelectual;
por eso los materiales que generamos son de libre acceso. Creemos
que hay que buscar formas no privatizadas de reconocimiento de las
investigaciones y desarrollos.
CTyP:
La publicidad de estas grandes corporaciones las presenta como la
base de la alimentación mundial. Este discurso ha permeado
fuertemente en funcionarios públicos, medios de comunicación,
profesionales y técnicos del agro, universidades y productores
rurales. ¿Qué hay de cierto en esa afirmación?
S.R.: Ese
es uno de los muchos mitos con los que se sostiene el sistema alimentario
agroindustrial. Dicen: “bueno, podrá tener algunos defectos,
tiene agrotóxicos, es venenoso, está ultra procesado,
pero no podemos sobrevivir sin eso porque produce la mayor parte de
la comida”. ¡Eso es una mentira! Hemos desarrollado un
material de referencia en el que realizamos una comparación
entre la cadena agroindustrial y las redes de producción campesina.
Y lo que sucede es que las cadenas alimentarias agroindustriales producen
efectivamente una gran cantidad de granos. Pero, si analizamos país
por país, en casi todo el mundo las hortalizas se producen
en la mediana y, sobre todo, en la pequeña agricultura. Lo
mismo sucede con la producción lechera. La gran producción
agrícola produce principalmente una gran cantidad de cereales
para forraje, la mayoría destinado a la cría industrial
de animales. Además de otros cultivos de exportación,
que no son la base de la alimentación, como el café
o el azúcar. La agricultura industrial, asimismo, tiene un
grado de desperdicio enorme. Según datos de la FAO, de la semilla
al hogar hay hasta un 50% de desperdicio. Por último, la alimentación
basada en esta forma de producción genera en las personas enfermedades
como obesidad, colesterol, hipertensión, cardiovasculares.
O sea que, en realidad, no es alimentación, sino que es exceso
que no consideramos que deba ser llamado alimentación, porque
no nutre y enferma.
Entonces,
si se hace el cálculo del impacto que tiene todo esto, encontramos
que la cadena alimentaria agroindustrial solamente alimenta, en el
sentido de nutrición saludable, al equivalente a un 30% de
la población mundial. Y para eso usan más del 75% de
la tierra agrícola, más del 80% del agua agrícola
y más del 90% de todos los combustibles que se utilizan en
la agricultura. Usan la gran mayoría de los recursos agrícolas,
pero producen un enorme desperdicio y lo que no es desperdicio es
exceso, debido a la adicción que producen los procesados industriales
y que produce enfermedad. Del otro lado están las redes campesinas
que, con muchos menos recursos, alimentan al 70% restante de la población.
Con estos datos cae otro mito que señala que la producción
agroindustrial es eficiente y la pequeña producción
no. Es completamente lo contrario. El problema es qué y cómo
se mide.
CTyP.
También hay un mito de tipo maltusiano que dice «la población
crece a tal o cual velocidad, por lo tanto, la expansión de
la producción de alimentos debe acompañar esa tasa de
crecimiento para que no haya hambruna». Con ese discurso se
legitiman la deforestación, el monocultivo…
S.R.: Es
un discurso gravemente prejuicioso. Cuando uno habla de cuál
es el problema de la población, debemos partir de considerar
que la mayor parte de los recursos naturales en el mundo son consumidos
por menos del 10% de la población mundial. Entonces, hablar
en términos de población, en abstracto, plantea una
falacia. Con respecto a la alimentación, en este momento se
producen más del doble de los cereales que se necesitan para
alimentar a toda la población… ¡en el 2050! La
razón por la cual no alcanzan es porque la mayor parte se destina
a alimentar cerdos, pollos y vacas en confinamiento. El desperdicio
es enorme. En la producción de un cerdo industrial, por ejemplo,
se calcula que llega como alimento a las personas solo entre un 5%
y 10% de la energía invertida. En términos de uso de
energía es muy ineficiente la producción industrial
de carne. Aclaro que no me opongo al consumo de carne. Pero hay que
ver de qué manera se produce. Porque es evidente que la alimentación
en base a plantas es mucho más eficiente desde el punto de
vista energético, sobre todo si se produce localmente.
Para entender
esto, es importante tener en cuenta el llamado “efecto dilución”.
Porque a veces se cree que más cantidad siempre es mejor. Por
ejemplo, puede ocurrir que la agricultura agroindustrial obtenga el
doble de toneladas por hectárea frente a otras formas de producción,
orgánicas, campesinas, locales. Pero cuando analizamos el valor
nutricional de los alimentos, cuando evaluamos el tiempo de viaje,
el gasto energético, resulta que estas últimas son mucho
más nutritivas y más eficientes que los agronegocios.
Porque en los monocultivos se producen más plantas de un solo
cultivo por unidad de superficie, pero los nutrientes del suelo se
diluyen, por eso se llama “efecto dilución”. Por
eso es tan importante lo que decía antes, ver cómo y
qué se mide.
Por ejemplo,
en las chacras en México la pequeña agricultura no cultiva
una única cosa, sino que hay diversidad. Entonces, cuando se
hace la comparación entre la gran y la pequeña producción,
se mide solo el maíz, para mostrar la diferencia en cantidad
de producto obtenido. Pero en realidad resulta que en la producción
campesina tenemos sistemas integrados de maíz con frijol, con
porotos, con calabaza, con pequeñas hortalizas. Si se cambia
la óptica y se mira la integralidad, vemos que la productividad
de las pequeñas fincas es muchísimo más alta
que la de los agronegocios. No hay que mirar sólo al volumen
de un determinado cultivo, sino a la productividad total de la parcela.
Hay un trabajo de Peter Rosset, entre otros, que aporta evidencia
sustantiva en ese sentido.
CTyP:
Sin dudas la agroecología es una alternativa ambientalmente
sustentable al modelo de agronegocios con base química-industrial.
Pero… ¿puede resultar también una opción
en términos económicos para países como la Argentina,
altamente dependientes del ingreso de divisas por exportaciones de
granos?
S.R.: Sí,
la respuesta es definitivamente sí. En este momento en la Argentina,
después de tres décadas de agronegocio, hay un 40% de
pobres. Entonces, ¿de qué desarrollo estamos hablando?
¿A quién ha enriquecido esa entrada de divisas? Si solo
miramos números agregados como la cantidad de divisas que ingresan
al país o los dólares per cápita no estamos dando
cuenta de lo que realmente ocurre. Ese tipo de producción a
gran escala, uniformizado, ¿es realmente argentino? Si miramos
dentro de la producción agropecuaria argentina cuánta
es nacional veremos que la mayor parte está controlada por
empresas globales transnacionales en cada uno de los sectores de la
cadena. O sea, desde la semilla hasta la distribución, el almacenamiento,
el procesamiento, la comercialización. ¿Qué es
lo que pone la Argentina? La tierra, el trabajo mal pago, los pueblos
fumigados, las enfermedades, la erosión, la contaminación
y… ¿a quién le quedan las divisas de la exportación?
Por supuesto
que algo de eso paga impuestos. La Argentina es uno de los países
donde se paga impuestos a la exportación agrícola, pero
en la mayoría de los otros países de agricultura industrial
apenas si pagan o directamente no pagan impuestos. Es un mecanismo
sumamente perverso. Una rueda que hace que ganen mucho las transnacionales
pero que llegue poquito abajo y que la mayoría de la gente
sea pobre. Todo con un enorme costo en materia de devastación
ambiental, enfermedades y contaminación por agrotóxicos.
Como dice Walter Pengue, Argentina ha sufrido, en las últimas
décadas, una reforma agraria al revés, con una enorme
reducción de establecimientos agropecuarios, despoblamiento
del campo, etc. Toda esa gente fue a parar a los cordones pobres de
las grandes ciudades.
Argentina
podría extender la agricultura orgánica o agroecología,
incluso en forma descentralizada y en pequeñas parcelas, y
por las condiciones naturales del país, podría tener
una producción alta e incluso exportar. Por su vocación
agrícola, por sus características geoclimáticas
e históricas, Argentina podría tener excedentes muy
importantes para exportación. El hecho, además, de que
coyunturalmente los productos agroecológicos estén mejor
pagos en el mercado internacional lo hace una opción aún
más viable. Pero pienso que lo fundamental es replantearse
las prioridades.
Lo primero
debería ser producir para una alimentación nacional
sana y suficiente, luego ver los excedentes que pueden tener una salida
en el mercado internacional. Hay que apuntar a un desarrollo endógeno
que estuviera basado en el bienestar de la población, tanto
en comida como en salud. Eso daría una ecuación completamente
diferente en favor de la producción agroecológica. El
problema es que los grandes ganadores nacionales y transnacionales
del modelo agroindustrial no lo permiten.
CTyP:
¿Conoce experiencias, especialmente en América Latina,
en que la ciencia y la tecnología brinde un apoyo valioso a
las redes campesinas y la producción popular de alimentos?
¿Qué podría hacerse para que ese aporte sea aún
más sustantivo y transversal a diferentes áreas científicas
y tecnológicas?
S.R.: Hay
un aporte histórico vinculado a los sectores de extensión
de las facultades de agronomía y la investigación agrícola
pública. Hay muchas muestras de que puede haber una relación
muy fructífera. Por ejemplo, instituciones públicas
de investigación que han trabajado junto con los productores
para desarrollar semillas adaptadas a ciertos climas, situaciones
o necesidades. Pero todo esto viene sufriendo un desmantelamiento
y privatización en América Latina desde hace por lo
menos treinta años. Aunque todavía en algunos lugares
hay luchas para que existan y han logrado sobrevivir.
Lo que
contábamos sobre las patentes es justamente una de las cosas
que empieza a vaciar este tipo de relación. Porque esas semillas
y variedades eran públicas, de libre circulación. Los
sistemas de extensión rural también cambiaron. Los agrónomos
que trabajaban junto con los campesinos o productores empezaron a
ser sustituidos por vendedores de las empresas. Las empresas llegan
directamente hasta el productor y le dicen que le conviene usar el
veneno que ellas ofrecen. Y que, con ese producto, le va a funcionar
bien la semilla que ellas venden.
Voy a contar
un ejemplo que a mí me sorprendió y que es desconocido.
En las ciudades, según el Programa de Naciones Unidas para
el Desarrollo (PNUD) se produce entre 15% y 20% de los alimentos.
¡Es muchísimo! Esto desmantela otro mito del sistema
alimentario agroindustrial. En general, se piensa que lo de las huertas
urbanas es algo marginal, para hippies o ambientalistas. En realidad,
en todo el mundo, las huertas urbanas, justamente por la migración
que ha habido del campo a la ciudad producto del sistema agroindustrial,
tienen un papel muy importante también en la alimentación.
Bueno… ¿cuál es la ciudad del mundo con mayor
agricultura urbana? Rosario, en Santa Fe, Argentina. La razón
es que ha habido un programa antiguo mediante el cual el INTA promovía
la creación de agricultura urbana.
Hay otros
ejemplos, claro. Por un lado, frente al desmantelamiento de las instituciones
públicas, han surgido muchas organizaciones no gubernamentales
u organizaciones independientes de investigación, como el Grupo
ETC, que hacen un muy buen trabajo, muchas veces en colaboración
con instituciones públicas, pero sin las restricciones que
a veces se imponen en esos ámbitos. Por otro lado, está
la Sociedad Científica Latinoamericana de Agroecología
(SOCLA), que reúne a mucha gente trabajando de diferentes universidades
e instituciones científicas y en donde hay muchos ejemplos
de apoyo entre este tipo de investigadores críticos y asociaciones
de pequeños productores y campesinos. Otro ejemplo es la Unión
de Científicos Comprometidos con la Sociedad y la Naturaleza
en América Latina (UCCSNAL), una red de investigadores que,
inspirados en Andrés Carrasco, se plantean que la ciencia puede
y debe aportar conocimientos necesarios para la mayor parte de la
población.
Un último
ejemplo es la contribución que han hecho profesionales de las
Universidades Nacionales de Rosario y La Plata para poner en cifras
el impacto de la agricultura industrial en las provincias argentinas
en las que la producción de soja transgénica es más
intensa. ¡Se trata de una contribución extraordinariamente
importante! Se trata de estudios e iniciativas, como los campamentos
sanitarios, que colaboraron para que la gente sepa que lo que le está
pasando no es un problema individual o familiar, o que tuvieron mala
suerte porque les dio cáncer, sino que es consecuencia de un
modelo de producción. Eso sería imposible de hacer sin
la colaboración de estos científicos e investigadores
críticos que están trabajando junto con las poblaciones
afectadas. Y también debemos nombrar a las ciencias sociales,
que nos ayudan a entender las dinámicas que venimos describiendo.
CTyP:
La CyT está en la base de las modernas técnicas de explotación
y manipulación de la naturaleza. Pero también nos permiten
conocer, prever y actuar. ¿Son parte al mismo tiempo del problema
y de la solución de la crisis ambiental? ¿Cómo
se podría generar una mayor responsabilidad social, ambiental
y política en el sector CyT?
S.R.: Por
todo lo que son las presiones empresariales, que también se
manifiestan a través de políticas públicas sobre
la investigación, es fundamental el pensamiento crítico
a través de las organizaciones como la UCCSNAL o la Red PLACTS.
O sea, que los propios investigadores y la gente que trabaja en la
academia se planteen críticamente cuál es el papel de
la ciencia y la tecnología. Porque es fácil pensar que
la ciencia y la tecnología están solo al servicio de
las transnacionales, y en realidad en la mayoría de los casos
no es así o no es lo que se pretende. Pero se necesita un pensamiento
crítico desde dentro de las instituciones para plantearse un
tipo de investigación y de resultados completamente diferentes
que tengan que ver con el bienestar de la mayoría de la sociedad.
Algo tan simple como eso en estos días ni siquiera se toma
en cuenta.
Al respecto
me gustaría nombrar algo que iniciamos desde el Grupo ETC pero
con muchas otras organizaciones. Se llama Red de Evaluación
Social de las Tecnologías en América Latina (Red TECLA).
Aunque es modesto, porque prácticamente no tenemos fondos y
se basa en la colaboración de las instituciones y las organizaciones
que estamos ahí, es un enfoque que tiene que ver con cómo
podemos crear una plataforma de análisis que integre perspectivas,
visiones y necesidades que van desde lo académico y lo técnico,
con científicos y tecnólogos de diferentes disciplinas,
hasta la visión de las organizaciones campesinas, ambientalistas,
de mujeres, de indígenas, de trabajadores. Esta red nosotros
no la vemos tanto como una organización sino como una plataforma,
es un lugar donde tratamos de promover esa confluencia.
Otro ejemplo
que me gustaría mencionar es algo muy interesante ocurrido
en México. A partir de un estudio realizado por el actual gobierno
de ese país se descubrió que el Consejo Nacional de
Ciencia y Tecnología (CONACYT) aportaba miles de millones de
pesos… ¡a empresas transnacionales para investigación!
Y no es solo un tema de dinero, sino que por supuesto estas cosas
llevan a que las investigaciones críticas tengan menos recursos
y más dificultades. Entonces creo que es muy importante la
promoción de cambios desde dentro de las instituciones. Todo
esto tiene mucho que ver con el concepto de la ciencia digna que fue
planteado por Andrés Carrasco.
Por suerte
están creciendo las asociaciones de científicos críticos
en todas las disciplinas. Además son interdisciplinarias. Hay
un aporte ahí que es fundamental para analizar, para entender,
para cuestionar las políticas dentro de las academias, de las
instituciones, etcétera.
Y, por
último, el reconocimiento de otras formas de conocimiento.
No necesitamos a todo llamarle con el mismo nombre, no a todo necesitamos
llamarle “ciencia”. Pero es muy importante la interlocución
con otras formas de producción de conocimiento. Hay todo un
conocimiento ambiental muy sofisticado, por ejemplo, que proviene
del conocimiento tradicional, de las comunidades locales. Tenemos
un ejemplo reciente de articulación en México que es
muy bueno. Existe lo que se llama la Asamblea Nacional de Afectados
Ambientales (ANAA). Hace unos quince años comenzaron reuniendo
gente afectada por fumigaciones, por basurales, por contaminación.
Desde la UCCSNAL hicieron una importante labor en conjunto con la
ANAA, que cuyos temas e informes han sido retomados para alimentar
uno de los Programas Nacionales Estratégicos del CONACYT sobre
toxicidades. El aporte de las poblaciones en estos temas es imprescindible.
Cuando en un lugar la gente tiene el problema de una planta contaminante,
desarrolla una experiencia, adquiere muchísimo conocimiento,
porque ha tomado contacto, ha tratado de averiguar, recoge información
de lo que está pasando. Pero muchas veces todavía le
faltan elementos desde el punto de vista técnico y científico.
Por ello, este tipo de colaboración es fundamental, y además
nutre mucho a las dos partes. Seguramente hay otros ejemplos en América
Latina en el mismo sentido.
CTyP:
En los países periféricos muchos conflictos socioambientales
están atravesados por una dicotomía. Por un lado, la
posibilidad de atraer inversiones, generar divisas y crear empleo.
Por el otro, las consecuencias socioambientales que generan. ¿Qué
hay de cierto en esa disyuntiva y qué puede aportar la ciencia
y la tecnología para superarla?
S.R.: Es
sobre todo una dicotomía planteada en mitos. Particularmente
en este momento en el que estamos en una pandemia que ha dado vuelta
todas las economías del mundo y, particularmente, nos ha impactado
a las economías del sur, del tercer mundo. Como decía
al principio, la pandemia está directamente relacionada al
sistema alimentario agroindustrial. Por lo que pensar en ampliar los
riesgos a partir de la misma base que creó lo que está
sucediendo es demencial.
Por ejemplo,
el reciente anuncio de inversiones para megacriaderos de cerdos en
Argentina. Es el tipo de producción que generó la gripe
porcina. ¿Cuánta gente sabe que en este momento hay
una nueva cepa de gripe porcina en China que todavía no ha
proliferado? En realidad, hay 179 nuevas cepas, pero hay una que es
altamente contagiosa y que tiene características para desarrollarse
como pandémica. Como China quiere aminorar sus riesgos, se
lo traspasa a otro país e irónicamente, el gobierno
de Argentina lo ve como si fuera desarrollo. En realidad, esa inversión
lo que va a traer es muy poco trabajo, nuevas enfermedades y una enorme
cantidad de contaminación. Y ese mismo volumen de inversión
se podría estar dedicando a producción descentralizada,
agropecuaria y de transformación de pequeñas agroindustrias,
que darían muchísimo más trabajo, pero sobre
la base de asegurar una buena alimentación y, sobre todo, no
producirían nuevos problemas de salud.
Hablé
de Argentina porque es un caso reciente, pero podríamos mencionar
las pasteras en Uruguay, o cualquiera de estos grandes proyectos.
Está equivocado el modo de pensar el tema de la inversión
extranjera. Cuando viene ya definida desde afuera, a lo que apuntan
es a llevarse más de lo que trajeron, aumentar las ganancias
de las empresas transnacionales. ¿Y qué dejan? Unas
migajas frente al impacto social y ambiental. Hay que pensar en formas
de desarrollar a nivel nacional una producción mucho más
diversificada e integrada. La ciencia y la tecnología pueden
aportar en analizar adónde va realmente y a quién beneficia
ese tipo de proyecto de grandes inversiones extranjeras, además
de los efectos sociales y ambientales que tiene. Y, por supuesto,
puede contribuir en agregar valor en origen, en conjunto siempre con
los conocimientos que ya existen distribuidos en la gente, en las
y los productores.
CTyP:
La urgencia por resolver los déficits sociales privilegiando
el crecimiento económico y relegando la cuestión ambiental
ha sido y es una disyuntiva para los gobiernos progresistas de nuestra
región ¿Crecimiento económico es sinónimo
de desarrollo? ¿Qué parámetros deberían
considerarse?
S.R.: Está
claro que el crecimiento económico no es lo mismo que el desarrollo.
¡Hasta puede ser lo contrario! Por ejemplo, todo el crecimiento
económico que hemos visto en las últimas dos décadas
en América Latina, incluso a nivel mundial… ¡ha
llevado a la mayor desigualdad social de la historia! Entonces, tenemos
que empezar a pensar en formas de desarrollo que tengan que ver con
la integración de todos los factores sociales y ambientales,
que hagan que el núcleo de ese “desarrollo” sea
el bienestar de la gente, de la mayoría, de todos y todas,
pero sobre todo de las mayorías. Se debería aprovechar
este momento para, justamente, impulsar un desarrollo basado en el
bienestar social y la integración con los ecosistemas y con
la naturaleza, la recuperación de la biodiversidad, etc. La
política pública debería apuntar en ese sentido.
Pero lamentablemente la mayoría de los Estados apuntan a una
recuperación de la mano del gran capital transnacional.
CTyP:
Existe un ecologismo despolitizado ligado o bien exclusivamente a
conductas individuales o bien al llamado “capitalismo verde”.
¿Cree que la pandemia produjo algún cambio favorable
en la conciencia social y política acerca de las causas estructurales
de la problemática ambiental?
S.R.: No
sé si ha habido un cambio favorable, pero, sin dudas, debería
haberlo. El sistema actual basado en las transnacionales y el peso
que tienen sobre las políticas públicas, que conduce
a una falta de políticas para el bienestar de la mayoría
de la gente, muestra que estamos en un camino realmente peligroso.
Es tremendo ver a Bill Gates, uno de los ocho hombres más ricos
del mundo, diciendo que van a haber nuevas pandemias, y que entonces
hay que preparar vacunas. Es un enfoque sumamente estrecho, porque
no dice nada con respecto a las causas. Ven en las pandemias la posibilidad
de crear un mercado cautivo. En ese sentido, el capitalismo verde
lo que está haciendo es ver cómo puede hacer más
negocios sobre las mismas crisis que ha creado el capitalismo. Esto
es terriblemente nocivo, porque en lugar de atacar las causas, siempre
está creando nuevos negocios sobre los desastres, sobre las
catástrofes. Es lo que está sucediendo en este momento
en muchos planos.
Creo que
hay un cambio favorable en la conciencia acerca de que los sistemas
de producción están ligados a la salud. Hay crisis de
salud desde hace mucho tiempo, pero ahora queda más claro,
y que no se puede separar de la crisis de la biodiversidad. En ese
sentido, por ejemplo, un reciente informe conjunto del PNUD y la ONU
Ambiente afirma que las pandemias se van a seguir repitiendo si no
hay un cuidado de la biodiversidad. Y también habla del sistema
agropecuario industrial y el impacto que tiene. En ese punto sí
ha habido un avance. Pero hay que tener claro que se necesita insistir
justamente para no caer en esta nueva ola de “capitalismo verde”
o esta suerte de “capitalismo de los arreglos tecnológicos”,
donde se cree que la solución son las vacunas. Es la misma
idea de hacer nuevos negocios sobre las catástrofes que crean
las mismas empresas, sin cuestionar para nada el sistema que ha creado
esos desastres.
CTyP:
Se ha planteado que la resolución de la gravísima crisis
ecológica en la que nos encontramos no puede encontrarse dentro
del capitalismo. ¿Cuál es su opinión al respecto?
¿Desde qué coordenadas podemos pensar esa superación?
S.R.: Tiene
que ver con lo que estaba diciendo antes. Hace veinte años
nadie hablaba del capitalismo, salvo las organizaciones de izquierda
o militantes. Se dejó de hablar del capitalismo, como si no
fuera lo que está en el sustrato de todo. Eso ha cambiado.
Ahora está claro que hay que hablar y cuestionar al capitalismo,
es un avance muy importante. Es un cambio de época, como lo
marcó, por ejemplo, el feminismo. No es de un día para
el otro, capaz son diez o veinte años, hasta que empieza a
generalizarse un cuestionamiento al capitalismo. El capitalismo es
un sistema en el cual no podemos seguir, porque está terminando
con la vida en el planeta, la de los humanos y los demás seres
vivos. ¡Es un sistema suicida! A lo mejor eso es el detonante
que lleve a las sociedades a cuestionar la base del capitalismo.
Pero, alguien
podría decir, “Bueno, entonces, ¿sin cuestionar
al capitalismo no podemos hacer nada?». No, porque como dijo
Eduardo Galeano, “finalmente somos lo que hacemos para cambiar
lo que somos”. No podemos quedarnos esperando, porque «un
día el mundo va a cambiar».
Debemos
tener claro que se necesita un cuestionamiento radical del sistema,
que empieza por la reflexión y la acción cotidiana y
que se debe extender por todos los lugares donde lo podamos enfrentar.
En ese
sentido, las ciencias sociales tienen un papel fundamental. No podemos
seguir pensando dentro de los mismos parámetros, sin cuestionar
a las empresas transnacionales, sin cuestionar la desigualdad y el
crecimiento cada vez más monopólico de empresas cada
vez más grandes. Hay que cuestionar radicalmente esta inmoral
desigualdad. Eso tiene que ser una tarea de amplia difusión
y discusión en todos los niveles, en la vida académica
y fuera de la academia. Al mismo tiempo, tenemos que estar ya pensando
en alternativas día a día, desde lo local, desde cada
uno. Claro que cada cual tiene que pensar cuál es su lugar,
a través de, por ejemplo, el consumo. Pero eso no alcanza,
porque da una imagen falsa. Es como decir «bueno, si cambiamos
el consumo, todo lo demás se va a cambiar». Y no, porque
tenemos que cambiar las formas de producción. ¿Qué
necesitamos realmente como sociedades para satisfacer nuestras necesidades?
¿Qué estamos dispuestos colectivamente a asumir para
cubrir nuestras necesidades?
Soy bastante
optimista. Tenemos puntos de partida. Por ejemplo, las redes campesinas.
Abarca no solo lo que se produce en el campo, sino también
las huertas urbanas, las redes de pescadores y de pastores, etc. En
fin, la pecuaria descentralizada y en pequeña escala. Estas
cosas son las que alimentan al 70% de la humanidad, y ayudan a prevenir
el cambio climático. Todo eso ya está sucediendo y sucede
en un plano de lucha, ya que muchas veces tienen que resistir para
mantenerse como campesinos y defender sus derechos. Y es una lucha
que molesta, que tiene efectos, por eso lamentablemente asesinan a
una gran cantidad de defensores de la tierra, del agua, del territorio.
La organización Global Witness recaba información todo
el tiempo y muestra que defender la naturaleza tiene consecuencias
graves.
Pese a
eso soy optimista. Hay que reconocer la realidad como es, con todas
esas dificultades. Pero al mismo tiempo entender que hay mucho de
las soluciones que necesitamos que ya están y que se podrían
afincar y expandir. O sea que ya existen respuestas. No es que un
día vaya a caer el capitalismo y ahí nos vamos a poner
a construir algo. Sino que todo esto se está haciendo desde
la construcción de las comunidades locales y la agroecología
campesina, que es el tema que hoy hemos hablado más. Pero también,
por ejemplo, desde el cuestionamiento del patriarcado, que es fundamental
como uno de los pilares del capitalismo. O el cuestionamiento acerca
del tema del desarrollo. Todo eso ya está construyendo ese
futuro, ya lo estamos prefigurando, ya lo estamos haciendo. Entonces
yo pienso que sí, es posible.
Por Santiago
Liaudat, con la colaboración de Candela Reinares.